Érase una niña pequeñita y muy bonita, con chapas rojas rojas cual flores de rubor, vestidito rosa y bonito cabello rizado. Jugaba en un parque con su pelota y era muy feliz. Oyóse entonces un disparo, y la frente de la niña hizo ¡pop!, y una emisión hubo de sangre y sesos entremezclados que, flor también de rubor (aunque de otro, ¡ay, de otro rubor!), cayó en el pasto un segundo o dos antes que la propia niña.
De la pelota no se supo más, y yo creo que alguien se la robó. Debe haber sido fácil porque hasta la niña, que no se movía y de cuya frente seguía manando ese caldo rojo y tremebundo, llegó una mujer que pants que se quedó con la vista fija en ella; un señor de traje barato que también se quedó con la vista fija en ella; un par de muchachos, con uniforme y peinados de escuela militarizada, que también se quedaron con la vista fija en ella.
Y una anciana de coche con chofer, su chofer, un grupo de novicias, tres policías, un comerciante informal, un malabarista de crucero, un ejecutivo de exitosa empresa y otros muchos más, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, que tras llegar se quedaron igualmente alrededor de la niña, igualmente con la vista fija en ella, arruinando con sus pies descuidados el pasto del parque, favoreciendo la huida del posible y desalmado ladrón de pelotas, presas todos de la misma atracción: del mismo embrujo, imperioso y extraño.
Porque no se encontraban ante un televisor, no había reportero que comentara lo que veían, no se veía logotipo ni anuncio superpuesto ni nada entre ellos y las manchas rojas rojas en el pasto verde, los rizos manchados de rojo, los trozos de cráneo igualmente manchados de rojo, la expresión de sorpresa en la carita infantil, los bracitos y piernitas inertes, laxos, ya fríos.
Y, por ende, todo, todo cuanto veían era de ellos solamente: su secreto, como son secretos el frío del velador, las pesadillas del enfermo, mi propia voz como se oye desde adentro.
Así que allí estaban, llenos de un gozo nuevo, vivo y tembloroso, de esos que son inconfesables y agradabilísimos. Y cuando todos se encontraban a diez metros o menos, aun sin otro cuidado que el espanto ante sus ojos, la niña explotó y los mató.
Alberto Chimal
Sientase glorificado todo el que gusta del espectáculo morboso, de la sangre, de la desgracia ajena, del carro destrozado, de la mujer inerte, del hombre inconsciente y que no se detiene a pensar en lo suyo, en lo que significa el dolor, el familiar faltante, la carga de consciencia.
Nadie merece una pena semejante, pero nadie es nada para juzgar y menos para hablar como hablan del árbol caído, esa leña no calienta.
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3 comentarios:
Excelente relato, me recuerda a algo pero no se a que...
Se acerca a fecha,,, HEROES EN MEXICO
Me encanta ese cuento... y me gustó mucho el colofón que escribiste :)
Saludos!
hola!!!
me gustooo mucho muchoo muchooooo!!!
lindisimoo!!
salu2
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